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Escapada rural a Madriguera + Hayedo de Tejera Negra: guía práctica, sostenible y muy otoñal

  • Foto del escritor: Sustainable Teacher
    Sustainable Teacher
  • 17 oct
  • 6 Min. de lectura

Hoy quiero compartir contigo una escapada rural de fin de semana que tenía muchísimas ganas de hacer desde hace tiempo: un recorrido por los pueblos rojos de la Sierra de Ayllón, con parada en Riaza, noche en Madriguera y una ruta por el Hayedo de la Tejera Negra, en plena provincia de Guadalajara.


Es un plan perfecto para desconectar del ritmo de la ciudad sin necesidad de alejarte demasiado. En apenas dos horas desde Alcalá, estás rodeado de montañas, piedra rojiza, aire limpio y silencio. En otoño, la zona se transforma. Las fachadas de los pueblos parecen encenderse con los tonos ocres de las hojas, el olor a leña aparece en cada esquina y los bosques de hayas se tiñen de dorado. Es el momento ideal para frenar, respirar y disfrutar del campo sin prisas.


Vídeo sobre Escapada rural a Madriguera + Hayedo de Tejera Negra: guía práctica, sostenible y muy otoñal


Pueblos rojos y ritmo slow



Nuestra primera parada fue Riaza, un pueblo segoviano encantador y punto habitual de paso hacia los pueblos rojos. Llegamos a media mañana y lo primero que hicimos fue ir a la panadería. Es casi un ritual: comprar pan, algo dulce y tomarte un aperitivo al sol, si hay suerte y se encuentra una mesa libre. Riaza tiene ese ambiente tranquilo de pueblo de sierra, pero también el movimiento justo para sentirte acompañado.


Después continuamos hacia Madriguera, nuestro destino final. Este pequeño pueblo, con apenas unas decenas de casas, forma parte de la llamada arquitectura roja de la Sierra de Ayllón. Las fachadas y muros están construidos con piedra rica en hierro, lo que les da ese tono rojizo tan característico que parece cambiar con la luz del día. El conjunto es una postal perfecta: casas bajas, chimeneas, calles estrechas y un silencio que solo se interrumpe con el viento o con los pasos de alguien paseando.



Un alojamiento sencillo y acogedor



Nos alojamos en una casa rural en el centro del pueblo. Era un espacio pequeño, pero con todo lo necesario: cocina con barra, una mesa de comedor, sofá cama, tele, libros y hasta una chimenea (aunque no se podía encender). El dormitorio tenía calefacción, una mecedora preciosa y una cama con ropa cálida, perfecta para esa época del año. Todo el interior estaba revestido de madera, lo que hacía que el ambiente resultara muy acogedor.


Un detalle que me encantó fue que al llegar había un bizcocho casero esperándonos. Puede parecer algo pequeño, pero ese tipo de gestos hacen que un alojamiento se sienta cuidado con mimo. Además, la temperatura interior era perfecta: fuera hacía frío, pero dentro se estaba muy bien.



Cocinar en el pueblo: zero waste con realismo



Antes de salir de casa habíamos preparado una pequeña compra para no depender del bar del pueblo. Es algo que recomiendo mucho cuando vas a zonas muy pequeñas, porque no siempre hay tiendas abiertas o sitios donde comer. Llevamos una bolsa isotérmica con un acumulador de frío, que siempre usamos para escapadas de este tipo. Dentro, además de lo básico, metimos algunos caprichos.


Para comer ese día había comprado dos pechugas Villarroy en la carnicería. Iban envasadas, pero sabía que podría cocinarlas allí fácilmente. También llevábamos pringá de un puchero que Rafa había hecho esa semana, perfecta para unos bocadillos al día siguiente durante la ruta. Y, sí, algún guilty pleasure: una pasta rellena de pollo asado y un bote de pesto a medio gastar que aprovechamos.


El resto del equipaje gastronómico era muy sencillo: café, servilletas de tela, un trapo y una bayeta (porque siempre hay alojamientos donde no hay o están ya al límite), un poco de sal, una botella de aceite de oliva virgen con tapón de rosca —aprendido de viajes anteriores—, fruta de temporada (manzanas y peras de proximidad) y algo de pan de larga duración para desayunar.


Sé que el objetivo zero waste no siempre se cumple al 100%, pero intento que cada elección sea coherente. Para mí, reducir residuos no significa ser perfecta, sino tomar decisiones más conscientes.



Tarde de otoño entre libros y croché



Después de comer, la tarde fue de las que justifican una escapada así. Encendimos un poco la calefacción, me serví un café y saqué mi libro: La vida mentirosa de los adultos, de Elena Ferrante. Me quedaba poco para terminarlo, y ese momento de lectura con manta y silencio fue un pequeño lujo. Entre páginas y sorbos de café, me entretuve también un rato con el croché que había llevado.


Mientras tanto, desde la ventana, se veían los tejados rojizos y algún gato cruzando el patio. De hecho, dos cachorros se colaron en el protagonismo del día: estaban arriba, llorando porque no se atrevían a bajar donde estaba su madre. Esa escena tan cotidiana y tierna fue uno de esos regalos inesperados que te da el campo.


En el salón del alojamiento encontré varios libros sobre rutas por la zona, algunos con fichas plastificadas para llevar en mochila. Me quedé especialmente con ganas de hacer una de las rutas circulares que unen los pueblos rojos y negros, pero esa quedará para otra ocasión.



El Hayedo de la Tejera Negra: un bosque de cuento



Al día siguiente madrugamos para ir al Hayedo de la Tejera Negra, en la provincia de Guadalajara, muy cerca del límite con Segovia. Es uno de los hayedos más meridionales de Europa y uno de los paisajes más mágicos de Castilla-La Mancha. En otoño se vuelve un espectáculo de colores que van del verde al dorado y del cobre al rojo.


Para acceder al hayedo hay que reservar con antelación en la web oficial. La entrada no se paga por persona, sino por vehículo, y el acceso está controlado por una posta de guardabosques. El aforo es limitado para proteger el entorno, así que conviene reservar con tiempo. Yo aprendí a la fuerza: me costó dos años entender con cuánta antelación tenía que hacerlo. Esta vez hice la reserva en agosto, y funcionó perfectamente.


Si no consigues entrada, siempre puedes dejar el coche fuera y hacer la ruta andando, pero eso supone añadir unos 16 kilómetros extra (ida y vuelta). Por eso recomiendo reservar si puedes: llegarás al núcleo del hayedo con más energía para disfrutarlo.


Nosotros hicimos la ruta circular clásica, de unos siete u ocho kilómetros, con un desnivel acumulado de unos 200 metros. Es un recorrido asequible, ideal para caminar sin prisa, pararte a hacer fotos y observar cómo cambia la luz entre las hojas. Hay también una versión más larga, de unos diez kilómetros, y otra lineal que atraviesa el Robledal. Todas merecen la pena, pero la circular es la más cómoda si vas solo un día.


El tiempo acompañó. Había nubes al principio, pero el sol fue apareciendo entre claros y, con él, los tonos del bosque se volvieron aún más intensos. Caminamos en silencio buena parte del trayecto, escuchando el crujido de las hojas bajo los pies. No hay nada más relajante que ese sonido.



Carretera, niebla y precaución



La primera vez que hicimos esta ruta, años atrás, el día empezó parecido, pero terminó con una niebla tan densa que apenas se veía la carretera. Por eso, si piensas ir, te recomiendo no confiarte con el pronóstico. Si ves que hay previsión de nubes bajas que no van a levantar, es mejor posponer la visita. Las carreteras son de montaña y, aunque están bien, pueden ser peligrosas si hay poca visibilidad.


Por esa razón, esta vez decidimos dormir cerca. Desde Alcalá hasta el hayedo hay unas dos horas de coche. Alojarse en un pueblo próximo, como Madriguera, hace que la experiencia sea mucho más relajada y segura. A la mañana siguiente solo teníamos que conducir media hora, por carreteras secundarias pero tranquilas.



Mi maleta minimalista



Para una escapada de una noche, la maleta fue pequeña y funcional. Llevé lo justo: neceser con jabón sólido, champú, desodorante, crema solar y de cuerpo, cepillo de dientes, cacao de labios y un aceite capilar. También pañuelos de tela de repuesto, pijama, ropa de abrigo por capas y zapatillas de casa.


Como entretenimiento, el libro que terminé esa noche y mi labor de croché. Prefiero viajar ligera y saber que todo lo que llevo lo voy a usar. Es una forma de simplificar también mentalmente el viaje.



Una experiencia que conecta



Al final, lo que más me gusta de estas escapadas es esa mezcla de calma, aire fresco y sensación de autosuficiencia. Preparas tu comida, gestionas tus residuos, eliges dormir en un sitio pequeño y cuidas los detalles. No se trata de hacerlo perfecto, sino de vivir de una manera más consciente.


El Hayedo de la Tejera Negra, además de su belleza natural, enseña mucho sobre equilibrio. Es un espacio protegido donde el respeto por el entorno es parte del propio plan. No se trata solo de ver el bosque, sino de entender cómo funciona y cómo nuestra presencia puede pasar por él sin dejar huella.


De regreso al pueblo, el viaje se cerró con una sorpresa: estaban de fiestas. Había una pequeña feria de ganado, música en la plaza y hasta una demostración de manejo con drones, mezcla curiosa entre lo rural y lo tecnológico. Compramos algo de embutido en un puesto local y nos despedimos de Madriguera con la sensación de haber vivido un fin de semana completo, lleno de momentos sencillos y auténticos.


Si buscas una escapada para desconectar, reconectar contigo misma y con la naturaleza, y practicar una sostenibilidad sin rigidez, esta ruta es perfecta. Los pueblos rojos, el silencio del hayedo y el café de media tarde con vistas al campo te recordarán que la calma no se busca: se elige.

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